«No puede ser…» A Clara le temblaba la voz mientras miraba la grabación de seguridad, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. La mujer de la pantalla -la que había ayudado a criar a su hijo, doblado su ropa, sonreído en su cocina- era una extraña. La calidez de Rosa había desaparecido. En su lugar: algo calculado. Escalofriante.
Rebobinó las imágenes una y otra vez, desesperada en busca de claridad. Pero cada fotograma la dejaba más inquieta. Los movimientos de Rosa eran lentos. Intencionados. Sus ojos se detenían demasiado tiempo. Sus manos se detenían donde no debían. Había algo raro, algo que Clara no podía nombrar, pero que estaba ahí. Y estaba creciendo.
«Dios mío», susurró Clara, casi sin poder respirar. «¿Qué has estado haciendo? La realidad hizo añicos la confianza que había construido durante años. No era paranoia. No era una proyección. Era algo mucho más inquietante. Clara rebobinó de nuevo, con las manos temblorosas, necesitando respuestas. Pero ya lo sabía; en el fondo, siempre lo había sabido. «Esto no puede ser real…»