Después de cuatro décadas de enseñanza, la mitad de ellas en aulas con luces parpadeantes y el zumbido de viejos radiadores, había anhelado la tranquilidad. Aire fresco. De algo real que pudiera cuidar con sus manos. Algo que creciera porque él lo cuidaba.
Así que compró un viñedo. No era grande. Sólo una modesta parcela de tierra en pendiente con hileras de viejas vides y espalderas chirriantes. Su mujer, Marianne, fue la primera en enamorarse del lugar. Había paseado entre las hileras con la mano rozando las hojas, sonriendo como si le recordara a su infancia.