Dos semanas antes, el programa acababa de empezar. Maya había conseguido que los perros de terapia del refugio local visitaran el pabellón infantil una vez a la semana. El plan era sencillo: unas cuantas caras amables, colas que se movían, un poco de felicidad. El hospital lo necesitaba. Y ella también.
Milo llegó el primer día con el resto de los perros. Era un perro mestizo de color marrón, ojos ámbar tranquilos y postura tranquila. No ladraba ni saltaba, sólo esperaba, observando. La trabajadora del refugio sonrió orgullosa. «Es el más tierno», dijo. «Todo el mundo quiere a Milo»
