Cuando por fin se despejó la sala, Maya se sentó junto a Milo en el suelo. «¿De qué la estás protegiendo?», susurró. El perro no se movió. Se limitó a apoyar la cabeza contra la cama de Lily, con los ojos entrecerrados, como si la respuesta latiera silenciosamente bajo su oído.
Durante las semanas siguientes, la salud de Lily empezó a mejorar. Sonreía más, se reía con los chistes pequeños e incluso pedía salir cuando el sol daba justo en la ventana. Pero Milo estaba cada vez más callado. Pasaba largos ratos con la oreja pegada al pecho, la cola quieta, escuchando.
