Maya lo siguió vacilante, con las botas resbalando en el barro. Entonces -apenas visible más allá del gimnasio- lo vio. Una mancha azul sobre el mantillo empapado. Una forma que no se movía. Se le aceleró el pulso. Aceleró el paso y el viento tiró de su abrigo.
Una mujer yacía tendida cerca del columpio, con un brazo retorcido de forma antinatural, inmóvil pero respirando. Maya se precipitó hacia delante, con el corazón palpitante, y se arrodilló a su lado. «¡Eh!», dijo, con la voz entrecortada. «¿Estás bien? Le tocó el brazo con suavidad. La mujer se agitó, gimiendo débilmente mientras intentaba incorporarse.