Cuando salió, ya había empezado a lloviznar. El viento la envolvió como una advertencia. Los escombros se deslizaban por el césped y el cielo se agitaba con colores profundos e inquietantes. Los ladridos del perro se habían vuelto roncos, pero no cesaban. Ladraba como si no supiera cómo parar.
Maya avanzó despacio, hundiendo ligeramente las botas en la hierba. «Tranquilo… con cuidado», gritó, con una voz apenas audible por encima del viento. El perro volvió a retorcerse contra la valla, mirándola entre estallidos de ruido. Levantó el conejo, con el corazón acelerado. «No pasa nada», susurró. «Estoy aquí para ayudar»