Clarence Briggs había vivido en la misma casa durante más de cuarenta años. Estaba situada en el tranquilo final de Ashberry Lane, justo antes de que se abriera el bosque. A él le gustaba así: tranquila, apartada del ruido. El tipo de lugar donde las cosas no se mueven y se puede respirar.
Su mujer, Helen, había fallecido hacía ocho años, y el silencio se había hecho más profundo. Pero a Clarence no le importaba la tranquilidad. Tenía sus rutinas. Té matutino con un chorrito de miel, un crucigrama a bolígrafo y largas y constantes horas dedicadas a cuidar el jardín. Aquel jardín se había convertido en su orgullo.