Aquel día había ido más lejos de lo habitual, persiguiendo rumores de que los bancos se habían desplazado hacia corrientes más frías. El agua era diferente. Más vacía de algún modo, demasiado quieta para sentirse cómodo. Estaba a menos de media milla de la orilla cuando el arrastrero se sacudió debajo de él.
La cubierta se tambaleó. Un profundo gemido metálico resonó en el casco, seguido del agudo chirrido del hierro contra la madera. Elías paró el motor, con el corazón palpitante, y se asomó por la borda. El mar estaba en calma, plano, ininterrumpido, hasta que sus ojos captaron una línea más oscura que surcaba las olas.
