Un pescador encuentra una cadena gigante oxidada: los lugareños le advierten que no la toque

Aquella tarde el mar parecía lo bastante manso como para confiar en él. Una fina cinta de luz naranja se extendía por el agua, del tipo que hace que incluso las redes rotas parezcan doradas. Elías dirigió su trainera hacia los muelles, canturreando en voz baja, con la sal secándose en los antebrazos.

Aún era nuevo en el pueblo, llevaba tres meses, quizá cuatro. Era el tipo de forastero que recibía asentimientos pero no conversaciones, respeto pero no compañía. Los viejos pescadores lo toleraban, sobre todo porque pagaba sus amarres a tiempo y no hablaba demasiado. Aquí, con eso bastaba.