Cuando entró en la adolescencia, el patrón se endureció. Sus palabras eran cortantes, su atención fugaz. Daniel y Elise seguían sacando sus tonos más suaves, pero con Miriam, el aire entre ellos se mantenía tenso, lleno de algo que ella no podía nombrar.
A Daniel le dieron las llaves del coche cuando cumplió dieciséis años, a Elise le pagaron la matrícula cuando fue a la universidad y Miriam no recibió nada de eso. «Ya te las arreglarás», le dijo su padre, no con maldad pero sí con desdén, como si fuera la niña a la que más le valía valerse por sí misma.