El aire olía ligeramente a lirios y a lluvia. Ellen apartó un pétalo caído y estudió los limpios surcos del nombre tallado en piedra. Quienquiera que hubiera estado aquí no había hecho daño; se había preocupado lo suficiente como para ordenar el lugar. Sin embargo, aquel pensamiento la inquietó. Se podía temer a la bondad tanto como a la malicia.
Una semana después, el mismo orden silencioso la recibió. Flores frescas. Hojas limpias. El jarrón brillaba a la luz del sol. De nuevo, no había huellas ni rastros de la visita de nadie más que ella. Intentó atribuirlo al viento, a la lluvia o a una coincidencia. Pero el dolor la había entrenado para darse cuenta de detalles que otros pasarían por alto.