Uno a uno, desaparecieron, retirándose en la niebla sin decir palabra. Sólo quedaban unas pocas almas decididas, aferradas a la obstinada y dolorida esperanza de Samantha. Sus músculos gritaban a cada paso, pero ella seguía avanzando hacia el gris sofocante. No podía -no quería- dejar que la oscuridad tuviera la última palabra.
El sol, que luchaba por salir más alto, empezó a disipar ligeramente la niebla, levantándola lo suficiente para que pudiera ver el terreno irregular que tenía delante. Samantha se pasó la manga por los ojos, jadeante, cuando algo captó su atención. Una mancha blanca, pequeña, mate, semienterrada en la tierra húmeda.