El barro seguía tragándose todo lo que cavaba. Cada puñado que despejaba volvía a su sitio, borrando su esfuerzo como si la tierra estuviera viva. Owen tenía las manos entumecidas, la respiración agitada y la lluvia le escocía la cara mientras intentaba liberar al perro. El perro gimió una vez, débil y tenso, con los ojos muy abiertos por el pánico.
«Tranquilo», murmuró con voz temblorosa. Le pasó la mano por el costado, buscando dónde estaba atrapado. Sus dedos encontraron algo sólido bajo la superficie. Algo que no debería estar ahí. El perro se estremeció, se retorció ligeramente y un grito le retumbó en el pecho. Lo que lo retenía no lo soltaba.
Lo intentó de nuevo, cavando más deprisa, con el barro hundiéndose alrededor de sus muñecas. La lluvia arreciaba, ahogando el sonido de su respiración. Los movimientos del animal se ralentizaron hasta que sólo quedó su respiración superficial. El corazón de Owen latía con fuerza en su garganta. Si seguía cavando, lo enterraría vivo. Si se detenía, moriría de todos modos.