La tormenta no había cesado cuando llegó el bebé. El viento sacudía las ventanas del hospital y la lluvia se deslizaba en líneas torcidas por el cristal. Emily apenas se dio cuenta. Lo único que oía era el llanto de su hija, fino, perfecto, vivo. Cuando la enfermera le puso al bebé en brazos, todo lo demás desapareció. James estaba de pie junto a ella, inmóvil. Sus ojos no miraban a Emily.
Estaban fijos en la niña. La enfermera dijo algo alegre, pero las palabras no sonaron. Se inclinó hacia ella y se quedó inmóvil. Su rostro perdió el color, su respiración se entrecortó entre la incredulidad y el horror. Emily levantó la vista, confusa. «¿James?», susurró. Pero él no respondió. Se quedó mirando. La habitación, que hacía unos instantes estaba llena de luz y alivio, de repente se sintió más fría.
La enfermera ajustó la manta y canturreó suavemente mientras le devolvía el bebé. Emily sonrió a pesar del cansancio, sin darse cuenta de que, tras el silencio de James, algo había empezado a cambiar, una silenciosa fractura se estaba formando en la vida que tanto tiempo habían esperado construir.
