En la tienda de comestibles, alguien miró el cartel y le dedicó una sonrisa suave y comprensiva. En la biblioteca, un transeúnte simplemente sacudió la cabeza y susurró: «Qué triste» La gente no hacía preguntas. Daban por sentado lo que había pasado y su compasión sólo hacía que Samantha se sintiera más vacía por dentro.
Cuando llegó a casa, agotada y quemada por el viento, abrió el portátil y escribió un post para el grupo de Facebook del pueblo. Lo contó todo: el grito, la sombra, el destello blanco. Sus dedos vacilaron al final antes de escribir: «Por favor, dime si has visto algo»