Rose intentó ser racional. Tal vez sólo fuera olvidadiza; a su edad, cualquiera puede cometer un desliz de vez en cuando. Pero la preocupación se agravó. Empezó a temer lo peor: un principio de Alzheimer, o tal vez Parkinson. La idea de perder la cabeza la aterrorizaba más que cualquier otra cosa.
Decidida a descartar esa posibilidad, concertó una cita con su médico. Sentada en la sala estéril, con las manos cruzadas sobre el regazo, le explicó todo: niveles de leche olvidados, objetos movidos, ventanas entreabiertas. El médico la escuchó pacientemente, asintiendo con la cabeza, y la elogió por ser proactiva.