Aquella noche, Diane evitó su teatro habitual. Cenó en silencio, con los ojos fijos en el plato y las palabras entrecortadas. Carol no insistió. Sabía que a veces el silencio podía hacer más que los sermones. En silencio, las advertencias podían resonar con más fuerza, sin ser cuestionadas por la burla.
Más tarde, Carol se encontró de pie en la puerta de Diane, mirando a su hija dibujar distraídamente. Sin auriculares, sin el zumbido del teléfono. Sólo quietud. Era frágil, quizá fugaz, pero era un cambio. Por primera vez en meses, Carol se permitió albergar la esperanza de que su hija hubiera escuchado de verdad lo que importaba.
