Rebanaron la lona, cortaron la red y empezaron a enjuagar el lodo negro con suero salino caliente. El cachorro yacía inmóvil, con los costados apenas levantados. Un monitor emitía pitidos irregulares. «Pulso cuarenta y dos y bajando», murmuró un técnico. El veterinario le colocó una pequeña mascarilla en el hocico.
Noemi rondaba cerca del lavabo, sintiéndose inútil, cubierta de aceite, temblando con fuerza. Abrió la boca dos veces, pero no pronunció palabra. El veterinario le dedicó una mirada. «Me llamo Dr. Álvarez», dijo, con voz tranquila pero firme. «Hiciste bien en traerlo. Siéntese antes de caerse»
