Arthur Finch se despertó justo antes del amanecer, como siempre hacía. Empezaba a vislumbrarse un tenue resplandor en el este, visible a través de la ventana salada de su pequeño dormitorio. Podía oír el suave sonido de las olas golpeando la playa de guijarros, constante y familiar.
Se incorporó y pasó las piernas por encima de la cama, posando los pies en el fresco y desgastado suelo. La casa aún olía ligeramente al fuego de la noche anterior y al aire salado del mar, dos aromas a los que se había acostumbrado con los años.