Emily Thompson nunca pensó que su vida se asentaría en algo tan tranquilo. No aburrida -amaba demasiado a su familia como para llamarla así-, sino tranquila en el sentido de que los momentos se fundían unos con otros. Las mañanas con las risitas de Lily resonando en la cocina. Las tardes con David tecleando en el pequeño despacho que habían convertido en habitación de invitados.
Las tardes las pasaban doblando la ropa mientras el monitor del bebé tarareaba suavemente canciones infantiles. Era un ritmo reconfortante, tan familiar que a veces Emily se olvidaba de que existía el mundo exterior. Su casa de Eugene parecía su propio pequeño universo: estable, apacible, predecible. Pero aunque Emily prosperaba en ese pequeño universo, de vez en cuando sentía un tirón en el pecho.
