Volvía tan a menudo como podía, llevando pequeñas ofrendas: tiras de cecina y sobras del hospital. Las colocaba en la orilla opuesta, lo bastante lejos como para mostrar respeto. El lobo no volvía la cabeza. La carne se pudrió bajo la lluvia, ignorada, hasta que los cuervos la reclamaron. No era sólo el hambre lo que impulsaba esta vigilia.
La inquietud de Adrian se convirtió en determinación. Algo arraigaba al animal a ese lugar exacto, más fuerte que el instinto, más fuerte que la supervivencia. Y hasta que descubriera lo que era, sabía que el misterio le roería. Sin embargo, cuanto más se acercaba, mayor era el riesgo de provocar la furia de un depredador.