Se obligó a quedarse quieto, sin querer asustarlo para que se pusiera violento. Por un momento, el depredador y el hombre se quedaron en silencio. Luego, como satisfecho, el lobo volvió la cabeza hacia el suelo. Adrián exhaló lentamente, consciente de que se le había concedido un respiro.
Más tarde, la fuerte lluvia convirtió el río en una agitada lámina de agua marrón. Adrián casi esperaba que el lobo desapareciera, llevado por el instinto a buscar refugio. Sin embargo, permaneció allí, con el pelaje pegado al cuerpo, impasible incluso cuando el agua lamía las piedras bajo sus patas.