Empezó a caminar más despacio, manteniéndose a la vista del animal. No avanzaba ni retrocedía. Sus ojos ámbar parecían medirle, con frío cálculo más que con agresividad. Adrián se sintió pesado y descartado, como si fuera irrelevante para la vigilia que mantenía a la bestia arraigada.
La curiosidad le empujó a acercarse. Se detuvo en la orilla del río, donde el agua golpeaba las piedras. La mirada del lobo se clavó en él al instante y sus hombros se tensaron. Adrián se quedó helado, con el corazón latiéndole con fuerza en la garganta. Las mandíbulas del animal se abrieron ligeramente, los dientes brillando blancos en la luz mortecina.