Al amanecer, se calzó las botas y retomó el camino del bosque. El barro se pegaba a sus pasos, el río estaba crecido y espumoso. El lobo seguía allí, medio empapado, con el pelaje cubierto de agua. Se balanceaba débilmente sobre sus patas, pero no abandonaba el terreno. Su resistencia rozaba la locura.
Adrián se acercó más que antes, contando cada paso. Diez pasos. Ocho. Las orejas del lobo se agitaron, los labios se curvaron hacia atrás. Adrián se detuvo, con el corazón palpitante. Se agachó, como para mostrar deferencia. Durante un instante, el animal le sostuvo la mirada y luego volvió la cabeza hacia la tierra.