El terreno que rodeaba la casa de Walter Briggs era el tipo de silencio que la mayoría de la gente ya no percibía. Su pequeña casa estaba en el borde del valle, unos kilómetros más allá de la última gasolinera, donde la carretera se estrechaba y desaparecía el ruido del tráfico. Llevaba veinte años viviendo allí, desde que él y su mujer decidieron que ya estaban hartos del ruido de la ciudad.
Cada mañana seguía el mismo orden: café, dar de comer a las carpas koi, revisar la valla. Le gustaba la rutina. Mantenía las cosas predecibles. Después de la guerra, eso importaba. No necesitaba sorpresas; ya había tenido las suyas.