Aquella noche, Gwen preparó la habitación de invitados: sábanas limpias, toalla limpia, sin complicaciones. Lo hizo en silencio, intentando asimilar el repentino cambio en su dinámica. Cuando apagó la luz y cerró la puerta tras de sí, no estaba segura de lo que vendría después.
A la mañana siguiente, Gwen esperaba la distancia habitual. Pero Elizabeth ya estaba abajo, sentada a la mesa de la cocina con una taza de té. No dijo mucho, sólo asintió cuando Gwen entró y le acercó el azucarero. Gwen le dio las gracias y se sentó frente a ella, sin saber qué decir.