Elías había vivido toda su vida en Portmere, un pequeño pueblo costero donde los días se regían por las mareas. La mayoría de las mañanas se levantaba temprano y se calzaba las botas para revisar las redes de la orilla. Ya no era pescador. Su padre lo había sido, pero Elías se ganaba la vida haciendo pequeños trabajos en el puerto.
Arreglaba cuerdas, reparaba agujeros en los barcos y ayudaba a descargar la pesca cuando llegaban los arrastreros. Era un trabajo estable, aunque a menudo resultaba demasiado tranquilo para alguien con tanta energía inquieta. Por las tardes, le gustaba sentarse en los acantilados sobre el mar, contemplando el horizonte.