Tenía un trabajo decente en una librería y prometió que no todo recaería sobre él. Poco a poco, Vincent empezó a creerla. Quizá podría ser padre. Quizá lo conseguirían. Pero todo se rompió en la sala de ultrasonido cuando el médico giró la pantalla y dijo con calma: «Siete»
Siete embriones. No uno. Ni dos. Siete pequeños impulsos parpadeando en el monitor. La sala se quedó en silencio mientras el médico explicaba lo raro que era: una anomalía genética extraordinaria. En el mundo había menos de un puñado de embarazos naturales de septillizos. Vincent apenas había podido respirar durante un latido. ¿Siete? Se quedó frío. Linda, en cambio, le cogió la mano y sonrió. «Son reales», susurró. Sus ojos estaban húmedos, pero brillaban. Lo decía en serio.