Un profesor jubilado se cansa de que la gente use su piscina sin consentimiento, así que decide darles una lección

A media mañana se paseaba por la casa, atento a los sonidos que se oían al otro lado del seto. Cada grito de risa que arrastraba la brisa le oprimía el pecho. Al mediodía estaba seguro de que había ocurrido. La música de los vecinos era más alta de lo habitual, sus voces se elevaban, agudas y acaloradas.

Se asomó a la ventana, con el corazón palpitante, y los vio en la entrada. Al principio parpadeó, seguro de que sus ojos le engañaban. Pero no: el pelo del marido, antes oscuro, estaba salpicado de manchas rubias desiguales, chillonas bajo el sol.