Un profesor jubilado se cansa de que la gente use su piscina sin consentimiento, así que decide darles una lección

Siguió la lejía, gruesos chorros de líquido que se retorcían en estelas turbias, extendiéndose rápidamente bajo el zumbido de la bomba. Al cabo de unos minutos, el olor penetrante y acre flotaba en el aire, picándole los ojos y la nariz. Arthur se quedó allí de pie, observando cómo el agua se convertía en una extraña neblina espumosa.

Ya no parecía la piscina que a su mujer le había encantado. Había desaparecido la superficie cristalina sobre la que ella había flotado, había desaparecido el brillo de claridad que le recordaba su sonrisa. En su lugar había algo áspero, químico, casi hostil. Por un momento, la duda se apoderó de él.