Cuando bajó la carta a su regazo, sus lágrimas ya habían emborronado la tinta. No era el afecto que siempre había deseado, no era el abrazo que había imaginado de niña, no era el calor por el que había rezado junto a su cama. Pero era algo, un intento fallido de cariño, un último gesto de un hombre que nunca pudo desvincularse de su pasado.
Por primera vez en su vida, Miriam sintió que la forma de una respuesta se asentaba en su pecho. No curaba las heridas, pero las explicaba. Y, a su extraña manera, era lo más cerca que su padre había estado nunca del amor.
