Permaneció allí sentada durante horas, repitiendo los fragmentos, cada uno de ellos alimentando pensamientos peores que el anterior. Quienquiera que fuese, sabía exactamente dónde buscar. La forma en que manipulaban el juguete -con suavidad y cariño- parecía demasiado íntima para ser casual. Y, sin embargo, Ellen no podía estar completamente segura de su identidad. El misterio no había hecho más que aumentar.
A la mañana siguiente, incapaz de contenerse por más tiempo, Ellen transfirió el fotograma más claro del vídeo a su teléfono. Estaba borroso hasta lo irreconocible, pero lo envió de todos modos. ¿Eres tú, David? Su mensaje fue corto y quebradizo. A los pocos minutos llegó su respuesta: ¿De qué estás hablando? No soy yo.
