El calor de las llamas pintaba la habitación de un dorado suave. Raymond se sirvió una taza de té, con el dolor de espalda todavía agudo, pero soportable. Se acomodó en la silla y se sentó en silencio. Fuera, la tormenta había pasado.
Dentro, la vieja casa se sentía… llena de nuevo. La cerda abrió un ojo y apoyó suavemente la barbilla en el costado de la criatura. El híbrido parpadeó mirando a Raymond. Él esbozó una pequeña sonrisa. «Necesitarás nombres», dijo, sobre todo para sí mismo. Y por primera vez en años, mientras el fuego crepitaba y la nieve se derretía en las ventanas, Raymond no se sintió solo. En absoluto.