Las horas pasaron en un silencio espasmódico. El Dr. Edwards ajustaba periódicamente la posición del conejo, le administraba más líquidos y le calentaba suavemente las orejas y las patas. Su respiración se estabilizó y se hizo más regular, aunque poco profunda. Allan dormía a ratos, despertándose cada vez que el edificio crujía bajo una fuerte ráfaga.
Finalmente, el cielo empezó a clarear, indicando el amanecer. Aunque la tormenta seguía arreciando, el primer indicio de la mañana dio a Allan una esperanza renovada. Se frotó los ojos y se levantó, acercándose con cuidado al recinto. El conejo parecía menos rígido y sus orejas se movían ligeramente en respuesta a los estímulos.