Aquella noche, Claire apenas habló, pero antes de acostarse dijo con firmeza: «Tengo que enseñarte algo mañana» Su tono era llano, su rostro ilegible. Daniel asintió insensiblemente, pero su mente no dejaba de dar vueltas en torno al sobre de su escritorio. Los chicos eran suyos, pero ¿para quién era la tarjeta? ¿Y por qué?
A la mañana siguiente reinaba el silencio. Claire se movía enérgicamente por la cocina, preparando los almuerzos, evitando sus ojos. Daniel observaba cada uno de sus movimientos, buscando grietas. La prueba de ADN demostró que los niños eran suyos, pero la tarjeta seguía ardiendo en su bolsillo como una cerilla a punto de explotar.
