Eli se encogió de hombros. «Puede que sí. Quizá no» Pero incluso mientras lo decía, no acababa de creérselo. Los días siguientes transcurrieron sin incidentes. Eli casi empezaba a creer que el único coche plateado había sido algo aislado, un momento de mal juicio por parte de un comprador impaciente. Pero entonces llegó el sábado.
Eran poco más de las diez de la mañana cuando Eli salió con su café y los vio: tres coches, no uno, dispersos a lo largo del borde de su campo del sur. Uno se había metido tan adentro que casi tocaba la zanja de riego.