Nora también lo percibía. Se movía con más cautela en casa, con pasos más suaves y un tono más apacible, como si calmara a un animal herido. Sin embargo, nunca cedió. Cada vez que le pedíamos respuestas, repetía el mismo estribillo: «Por favor. Dadme un poco de tiempo. Si lo supierais ahora, lo arruinaría todo»
Los vecinos eran cada vez más atrevidos con sus preguntas. Una mujer en la iglesia se inclinó después del servicio. «He oído que Nora está viendo a alguien», susurró. «Mayor. ¿Está… a salvo?» Forcé una sonrisa, mintiendo entre dientes. Segura. La palabra dolía, porque la seguridad no era lo que me atormentaba, sino la confianza, que se deshacía hilo a hilo.