Katherine hizo una señal a los dos oficiales para que la siguieran mientras se alejaban del equipo y se adentraban en la nave. Las imponentes paredes de contenedores se cerraban a su alrededor como un laberinto de acero, cada uno idéntico, cerrado y silencioso. Había docenas, quizá cientos, y cada segundo que dudaban aumentaba el riesgo de exposición.
Empezó a moverse metódicamente, deteniéndose en cada contenedor para susurrar: «¿Ahmed Osman? ¿Estás ahí?» Su voz no era más fuerte que un suspiro. Pasaron una fila, luego otra. Cada vez, sólo había silencio. El barco crujía suavemente bajo sus pies, los motores zumbaban en algún lugar muy por debajo.