Rose se despidió cortésmente, agradeció a la pareja su tiempo y salió de la casa con un gesto de la mano. Pero en cuanto dobló la esquina, sus manos empezaron a temblar, no sólo de miedo, sino de algo más ardiente, que la consumía. Ira. Atormentada. Le había hecho tanta ilusión comprar esta casa y a nadie se le había ocurrido mencionar que estaba encantada.
El impulso de llamar al agente inmobiliario le recorrió los dedos como electricidad. Tuvo la intención de dejar que su furia se derramara por el teléfono: cada noche en vela, cada crujido inexplicable, cada respiración agitada. Pero se detuvo. Todavía no. Ya habría tiempo para la confrontación. Ahora necesitaba algo más concreto que sus acusaciones infundadas. Necesitaba pruebas.