Recorrieron el espacio, tomaron algunas notas e intercambiaron miradas que decían más que sus palabras. «Aquí no hay nada que sugiera un robo, señora», dijo uno de ellos con suavidad. Rose no discutió. Se limitó a mirar cómo se marchaban, con la mandíbula tensa.
Aquella noche no pudo dormir fácilmente. Sus ojos se desviaban hacia las sombras de su habitación. Cada ráfaga de viento la hacía estremecerse. Pasaron las horas. Debió de quedarse dormida, pero entonces llegó. Un estridente chirrido metálico, lejano pero inconfundible, la arrancó del sueño.