El sol era cálido pero no agobiante, las gaviotas trazaban perezosos arcos sobre su cabeza y el suave ritmo de la marea empezaba a difuminar todas las conversaciones estresantes de la semana. La primera media hora fue perfecta. Entonces se oyó el ruido de una nevera arrastrada por la arena.
Claire levantó la vista y vio llegar a una mujer con un niño de siete, tal vez ocho años, cuyos pies descalzos dejaban huellas irregulares al saltar de uno a otro con una excitación apenas contenida. Para consternación de Claire, se detuvieron a pocos metros de distancia, a pesar del espacio abierto a su alrededor.