Pero la última semana había sido algo totalmente distinto. Tres reuniones matutinas consecutivas habían puesto a prueba su paciencia hasta el límite, cada una de ellas un bucle interminable de excusas vagas, exigencias contradictorias y nuevos problemas volcados en su plato.
Cuando terminó la última llamada, se sentía agotada como una toalla húmeda. Sabía que si se quedaba en su despacho, se vería arrastrada a más incendios que apagar, así que cerró el portátil, ignoró las llamadas entrantes y decidió escaparse.