Se sentó, se levantó, volvió a sentarse, incapaz de quedarse quieta. Cada tictac del reloj recordaba la fragilidad de la criatura. ¿Y si la red la había atrapado durante días? ¿Y si el agua de mar mezclada con petróleo ya había envenenado su sangre? Se imaginó al oso más grande, esperando en la arena fría, ajeno a los pitidos del laboratorio y a las vías intravenosas.
Otro técnico se apresuró a pasar con un pequeño tubo endotraqueal empapado en lubricante. «¿Es grave?» Preguntó Tessa. La mujer exhaló. «Lo peor que he visto esta temporada. Normalmente las aves vienen así, no los mamíferos» Desapareció en el quirófano.