Con manos temblorosas, agarró un trozo roto de una olla para cangrejos y utilizó el borde dentado como un cuchillo rudimentario. El oso permanecía inmóvil pero alerta, sin pestañear, como si juzgara cada movimiento. Cada hebra que cortaba le parecía interminable; el aceite le escocía las palmas y el fuerte hedor químico le quemaba la garganta.
Finalmente, el último bucle cedió. El pequeño cuerpo se deslizó entre sus brazos, flaco, cubierto de alquitrán, con la respiración superficial pero obstinada. Sintió un débil latido bajo el lodo. El oso emitió un sonido profundo y resonante -ni de amenaza ni de alivio- antes de volverse hacia el pasadizo de regreso a la playa.