Tessa siguió el rastro de la corpulenta silueta por la arena vacía, cada huella de sus patas se impregnaba de agua de mar antes de pisarla. El paso del oso era firme, sin prisas, como si supiera exactamente adónde ir. Me está llevando a su guarida, pensó, con el estómago hueco por el miedo.
La orilla se curvaba hacia una hendidura negra en la pared rocosa, una abertura lo bastante ancha para que cupieran los hombros del oso. Cuando se deslizó dentro sin detenerse, a Tessa se le aceleró el pulso. Una cueva. El lugar perfecto para desaparecer para siempre. Se detuvo, con los dedos de los pies clavándose en la fría arena, debatiéndose entre correr frenéticamente de vuelta a la cabaña.