La cerradura del ala este se abrió de mala gana. Dentro, el polvo cubría una habitación congelada en el tiempo. Los vestidos colgaban pulcramente, los frascos de perfume se alineaban en la cómoda y una fotografía de su tía sonreía desde la repisa de la chimenea. No era una cripta de culpa, sino un santuario de amor, la forma que tenía Henry de preservar su presencia mucho después de su muerte.
Aquella noche se quedó de pie junto al roble torcido, mirando la tierra oscura. El agujero se abría en silencio, pero el peso de su pecho se había disipado. Andrew susurró en la noche: «Ahora lo entiendo, tío» La finca aún parecía rota y extraña, pero ahora tenía sentido. Lo que había heredado no eran ruinas ni rumores, sino la verdad, y en esa verdad, la paz.