«¡Eh, disculpe!», gritó, con la voz por encima del ruido de las olas. Esperaba que la oyera, que los viera y que tal vez les ofreciera ayuda. James la siguió, con una mezcla de alivio y ansiedad en el pecho al ver a otra persona. La idea de no estar solo en esto, de tener a alguien más que pudiera ayudar, alivió un poco su preocupación.
A medida que María se acercaba, los detalles del anciano se hacían más claros: su rostro curtido contaba historias de muchos días bajo el sol, y su paso firme y pausado hablaba de alguien que no era ajeno a los ritmos de la playa. ¿Podría ayudarles?